¿Te acuerdas de cuando fumábamos?

La cena terminada pero el mantel aún por levantar, la sobremesa se extendía con perezosa cadencia. El aire de la habitación se conservaba impoluto a pesar de que los seis comensales llevaban ya horas allí; en otro tiempo habría sido como estar en un cenicero. Y es que, a ruegos de la anfitriona, que había pintado el piso hacía apenas un par de meses, los dos únicos fumadores del grupo habían ido saliendo al balcón, cigarrillo en mano, con el ritmo alegre y dinámico del cuco de un reloj. A nadie le pareció mal la petición; si acaso, a la anfitriona, ex fumadora como los tres invitados restantes, que recordaba cómo años atrás se había mofado urbi et orbi de la ridícula moda norteamericana que excluía a los fumadores. Sintiéndose algo culpable, pensó que esa moda, vuelta ley, se le imponía igual que ya se había impuesto en su entorno. Los funcionarios hacen corrillos para fumar a la puerta de los edificios públicos, y los empleados, delante de los bancos; y en los aseos de los grandes almacenes se ven colillas de fumadores vergonzantes que no han aguantado más.

El azar quiso que en ese momento alguien preguntara: "¿Os acordáis de cuando fumábamos?". Y dio la impresión de que evocaba un pasado muy, muy lejano. Nacidos en la época en que fumar era un placer genial, sensual, los seis se habían criado viendo a las estrellas del celuloide con el eterno cigarrillo en la mano. En casa el padre casi siempre era fumador; con menos frecuencia fumaba la madre, al menos en público, pues para la burguesía el tabaco era indicio de liviandad moral en la mujer. Más tarde, ya alumnos de bachillerato, habían recibido clases de profesores fumadores que ejercían como tal en el aula; alguno enlazaba un pitillo con otro, y no era raro encontrar al snob que prefería el aroma del mentolado. Fumar, en fin, era un rito de paso que en su día también habían realizado los integrantes de aquella velada, con las oportunas toses y náuseas, hasta dominar el difícil arte de encender un cigarrillo sin acabar echando el humo por las orejas. ¿Dónde quedó todo aquello?

No hace tanto que en España se fumaba. Se fumaba en todas partes, y quien no lo hacía era una rareza. En los trenes, por ejemplo, había varios vagones para fumadores, cuya atmósfera no tardaba en adquirir la textura de la greixonera de brossat, aunque no su color, mientras que dentro del único vagón de no fumadores, siempre de paso para la cafetería, los escasos parias antitabaco miraban con silenciosa desesperación cómo se enturbiaba poco a poco el panorama. Ah, y también se fumaba en los aviones, en tiendas y comercios, en bares y restaurantes. Sólo se salvaban los cines, aunque antes también se había fumado en sus salas... No; no hacía tanto de eso.

Tras un instante de silencio, un suspiro recorrió la mesa y los dos fumadores emprendieron la enésima excursión al balcón. Los demás intercambiaron una mirada intraducible. Alguien comentó: "Pero ahora la comida sabe mejor, ¿verdad?".


Fuente: Diario de Mallorca



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